Dice un pasaje de la Sunna: "un hombre, una mujer. Y Satán en medio". Éste podría ser el lema del Anticristo de Lars von Trier, una película portentosa, por mucho que diga la mediocre crítica cinematográfica española (ya en lo único que aciertan es en las condenas al cine patrio), un soberbio ejercicio de cine arriesgadísimo y de gran factura. Verla provoca que (casi) todo lo que se había dicho sobre ella, montones de artículos enfebrecidos de indignación, quede aniquilado (sólo salvaría dos críticas, la de Oti Rodríguez Marchante y la de Jordi Costa, aunque lo mejor que he leído sobre la cuestión está en este blog prometedor), sepultado, bajo el peso de un talento perdurable.
Cuando vi Dogville pensé en seguida que Trier había leído atentamente a René Girard. Por la profundidad de su análisis de la naturaleza humana, por el enfoque de determinadas conductas y resoluciones. En esta ocasión tengo la sensación de que Trier ha leído a Camille Paglia, con lupa, línea a línea, palabra a palabra. De acuerdo que trazar este tipo de analogías muchas veces indica poco del criterio del que las realiza (lo más fácil del mundo, lo que hasta un niño puede hacer, es recurrir al modelo analógico), pero en este caso, simplemente, todo cuadra, porque esta película es un absoluto homenaje a la mujer ctónica, a sus atributos esenciales, a sus motivaciones, al despliegue de su mortífero poder, etc. Es un retrato de precisión tan milimétrica, tan perfecta, que da miedo auténtico. El terror que practica en esta obra Trier no es otro que el terror ctónico, aquel que verdaderamente provoca pavores insondables.
La concentración dramática de la película es modélica, quedando todo reducido a los dos personajes principales (en toda la película sólo aparece otro ser humano con rostro: el niño que fallece al inicio del filme) y a la dialéctica del conflicto que escenifican de forma obsesiva. La descontextualización es casi total. El marido (Dafoe), terapeuta con aires de cierta prepotencia, orgulloso y convencido representante de las fuerzas apolíneas de la existencia, se erige en mentor psicológico de su mujer (Gainsbourg) en el duelo que ella padece por la muerte del hijo de ambos, poniendo en marcha una terapia cognitiva cuyo fin no es otro que familiarizarse con el dolor, no escapar a él, sino abrazarlo. Por eso el matrimonio se dirige a una cabaña en el bosque, porque es éste último lo que ella dice temer con más fuerza. Pero el bosque es el velo que encubre algo mucho peor, aquello que verdaderamente perturba a la mujer y la conduce a un vertiginoso delirio: ella misma. Enfrascada en la realización de una tesis muy pagliana, que versa sobre la persecución a la que histórica y universalmente ha sido sometida la mujer, la esposa traspasa el papel y adopta en sí misma el rol de la mujer demonizada por los hombres, poniendo en marcha unas fuerzas que acaban desbordándose en la última media hora escalofriante del rodaje. El final, con miles de mujeres (sin rostro) escalando la montaña de la que huye Dafoe, en dirección a la pira funeraria del Anticristo (vigilada por tres figuras alegóricas: ciervo, zorro y cuervo), la sacerdotisa de la Iglesia de Satán (que es la Naturaleza), es una guinda sorprendente a lo narrado en esta durísima pero, a su modo, bellísima, película.
No sé si Trier está loco o no (parece que esto es lo único que interesa a la prensa cinematográfica), pero, desde Dogville, estoy convencido de que es uno de los mejores cineastas de la historia. Aparte del discurso (mucho se podría decir sobre las intenciones del cineasta al respecto, pero yo no me arriesgaría a afirmar simplemente que él defienda un discurso abiertamente antictónico. Trier es uno de esos creadores cuyas intenciones siempre son superadas, y a veces anuladas, en el vórtice del proceso creativo. El resultado de sus películas no tiene por qué darnos el diagrama mental de lo que dice o piensa el señor Von Trier sobre esto y lo otro. Entre otras cosas, porque Trier parece una persona especialmente confusa, de esas que no defienden las mismas cosas durante mucho tiempo), la realización del filme es prodigiosa. Se entiende, entonces, que la película esté dedicada al gran Andrei Tarkovski: el retrato de las emanaciones de la naturaleza (auténtico Útero-Tumba, manantial de las fuerzas ctónicas, siempre en movimiento envolvente, asfixiante, magmas torrenciales de viscosidad irracional) y de la vida onírica de los protagonistas debe lo suyo al particular estilo del cineasta ruso. Anticristo tiene una factura espléndida incluso en el prólogo y en el epílogo, rodados en blanco y negro y a cámara lenta, con música de Haendel (el delicado Lascia ch'io pianga de la ópera Rinaldo), lo que podría vincularse al lenguaje del videoclip, pero nada más lejos. Trier retrata justo aquello que otros cineastas dejan de lado cuando tratan temas similares; opta por la parte oscura, la verdaderamente oscura y no esa que es sólo oscuridad de pega al servicio del espectáculo (estilo Calixto Bieito, vamos).