(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Hace unos días estuve en 1987. Soñé que me despertaba
en la Palma de mi infancia, en pleno barrio de La Soledad. El
panorama era fascinante: el s'Hort Nou donde nació mi padre (hoy es
una grotesca finca de Drac), pantalones acampanados, coches
pleistocénicos y ni una sola camiseta verde. Paseando por las calles
de la barriada sembradas de jeringuillas (era el boom de la heroína),
apenas me tropecé con inmigrantes, aunque sí con muchos
peninsulares. La geografía humana ha cambiado mucho en poco más de
dos décadas.
Empapado de las imágenes y sensaciones de esa época,
últimamente he hablado con varios amigos (no mallorquines) sobre el
tema de los chuetas. No acaban de entender que la fobia contra este
colectivo, firme y constante durante unos 5 siglos, se haya diluido
de forma tan rápida, sobre todo en Palma. Mi explicación la
encontré justo en mi sueño: los 'forasters'. A mediados del siglo
XX, la llegada de peninsulares castellanohablantes provocó que los
chuetas, habituales representantes de la alteridad frente a la cual
la sociedad mallorquina se afirmaba, ya no fueran vistos como algo
tan extraño. Al menos los chuetas eran mallorquines, debían pensar
los nativos limpios de los 15 apellidos. Ramón Aguiló
(padre) asegura que no se superó el problema, sólo se olvidó; pero
sin duda su elección como alcalde de Palma fue el hito que
demostraba un importante desplazamiento previo.
Con el cambio de siglo llegaron los inmigrantes
africanos y sudamericanos, que a su vez desplazaron en el altar de
otredades a los peninsulares, que al menos eran españoles. La
sustitución del despreciado ha venido acompañada por una mejor
aceptación. O por una aversión menos exaltada, porque forasters e
inmigrantes no fueron arrinconados en guetos, ni tampoco
discriminados legalmente. Se ha producido una atenuación progresiva,
de la misma manera que a los chuetas ya no se les quemaba vivos, como
sí sucedió con los últimos judíos.
En mi infancia de los 80 apenas percibí rastros de
chuetofobia, pero sí un indisimulable odio dirigido contra los
forasters. Esa aversión generalizada, con el repugnante 'barco de
rejilla' como estandarte, afectaba también a gente de la cultura.
Guillem Simó, hombre educado y sensible, registró en sus
diarios póstumos (En aquesta part del món, 2005) reiterados
ataques contra los peninsulares: “És possible escriure o viure
envoltat de forasters? Als energúmens forasters, ni els salut”
o “els miserables fills d'immigrants andalusos que omplen Palma
de merda”. La arraigada pulsión mallorquina por la
homogeneidad reaparece de vez en cuando con dentelladas similares,
aunque afortunadamente la resignación (no aceptación plena) ante la
diferencia ha conseguido hacerse un hueco.