jueves, 28 de diciembre de 2006

LA MUJER CTÓNICA (3)



INSECTÓNICAS


“La hembra de la mosca escorpión rehúsa aparearse con el macho que la corteja a menos que le traiga un regalo de boda sustancial, que suele ser un insecto muerto. Mientras la hembra se lo come, el macho copula con ella. Durante el apareamiento, el macho tiene agarrado el regalo nupcial, como si quisiera impedir que la hembra se fugase con él antes de finalizar la cópula. El macho tarda veinte minutos de cópula continuada en depositar todo el esperma en la hembra. Los machos han desarrollado la capacidad de elegir un regalo nupcial que las hembras tardan aproximadamente veinte minutos en consumir. Si el regalo es más pequeño y se consume antes de que la cópula haya terminado, la hembra expulsa al macho antes de que haya depositado todo el esperma. Si el regalo es mayor y la hembra tarda más de veinte minutos en comérselo, el macho completa la cópula y ambos se pelean por las sobras”.

La evolución del deseo, David M. Buss.

lunes, 25 de diciembre de 2006

LA MUJER CTÓNICA (2)

En Sexual Personae (subtitulado Arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dickinson) Camille Paglia identifica lo femenino con lo dionisíaco, y a lo dionisíaco en la Grecia antigua se lo asociaba con las secreciones y lo líquido, es decir, con la sangre, el esperma, la leche o el vino. En suma, lo femenino es pura naturaleza líquida, una "ciénaga miasmática cuyo prototipo son las aguas estancadas del útero". Esto tiene su importancia cuando enfrentamos esta esencia líquida de lo femíneo con el opuesto de Dioniso, Apolo, el primer dios de los cultos celestes, cuyo dominio se caracteriza por la forma, de modo que lo apolíneo viene a ser aquello que da forma a las cosas, lo vertebrador, lo que moldea a los entes estableciendo diferencias entre ellos, permitiendo así su individuación. Considerando que el hombre ha manifestado una repulsión evolutiva hacia lo viscoso, se entiende que la proyección apolínea de ideales tenga un claro cariz antagónico con respecto a lo dionisíaco. Todo ideal, toda forma, es un movimiento de proyección y de clausura, es decir, necesita una referencia a la que enfrentarse y envolverse para poder escapar a lo indeterminado que, en este caso, sería lo femíneo liquido. El formalismo apolíneo se sustenta sobre la negación de la naturaleza, pero eso no implica ni mucho menos que ésta pueda llegar a ser borrada del todo. La negación de lo ctónico-dionisíaco, para poder sustentarse en una forma creadora de identidad, debe reafirmarse constantemente, pues la amenaza de la indeterminación nunca podrá ser erradicada totalmente. La amenaza de lo ctónico siempre estará ahí fuera, esperándonos.

viernes, 22 de diciembre de 2006

LA MUJER CTÓNICA

Harriet Andersson en Un verano con Mónica (1952)

La mujer es más amarga que la muerte” (Eclesiastés 7, 26).

La humanidad lleva demasiado tiempo sobrevalorando diferencias que no tienen ninguna relevancia fundamental, pues ni el color de la piel, ni la lengua que hablamos, ni cosas similares significan nada decisivo. Sin embargo, en contra de lo que aseguran ciertos tópicos de nuestro tiempo, la diferencia más importante que existe a nivel humano es la sexual: nada hay más diferente en el homo sapiens demens
[i] que el hombre y la mujer. La ‘guerra de los sexos’ es la única que se asienta sobre principios biológicos sólidos y sobre unas raíces cuya importancia para la evolución de la especie es primordial. Estas decisivas diferencias entre sexos tienen que ver tanto con la estructura y la organización cerebral (de lo que se deriva, entre otras cosas, una superioridad masculina en lo que son procesos de abstracción, por oposición a la hegemonía femenina en lo que al lenguaje de las emociones se refiere), como con la conformación física y la disposición hormonal, etc. De la inagotable dialéctica entre los principios masculino y femenino trata Sexual Personae, polémico y voluminoso ensayo escrito por la norteamericana Camille Paglia que la editorial Valdemar ha publicado en España este mismo año. Paglia reflexiona sobre la visión que de la mujer nos ha dejado la historia universal, centrándose especialmente en el ámbito del arte de occidente. Lo principal, la consideración que se ha tenido de la mujer como un ser inferior, irracional, sin alma[ii], impuro y de emocionalidad inestable, sinónimo de abismo y perdición. Y es que en esta cosmovisión, la mujer, como la naturaleza, es percibida como realidad ‘ctónica’, y por ctónico (del griego khthónios) se entiende lo que pertenece a las entrañas de la tierra en su sentido más viscoso, “el ciego bregar de las fuerzas subterráneas, la larga y lenta succión, las tinieblas y el cieno”. Es decir, la realidad demónica del inframundo, lo opuesto a las deidades celestes, representadas con atributos masculinos. Lo ctónico podría significar algo parecido a lo dionisíaco (en lo que se refiere a animalidad instintiva), pero en un sentido mucho menos festivo y más truculento. Es también todo lo que la civilización ha reprimido en su visión apolínea de lo real, todo lo que permanece por debajo de su proyecto de trascendencia. Tanto la naturaleza como la mujer son realidades ctónicas, desligadas de cualquier planteamiento evolutivo en sentido progresivo, estancadas en lo primigenio, en lo telúrico. La mujer es más ‘natural’ que el hombre, es una prolongación de la Naturaleza, pues se rige por los mismos ciclos y pautas que determinan a ésta.

La desemejanza se ha retratado de forma tan cruda que hombre y mujer parecen ser realidades radicalmente opuestas (“especies distintas”, según el escritor William Burroughs), pero la diferenciación hormonal nunca es absoluta entre ellos: ni al hombre le pertenece en exclusiva lo masculino, ni tampoco la mujer es únicamente femenina. En unos y en otros se hallan ambos principios contrapuestos, con sus equivalentes hormonales (testosterona y estrógenos), aunque en distintos grados de combinación. Pero tampoco hay que olvidar que toda voluntad de separación radical choca con una angustiosa paradoja, la de que todo hombre es nacido de mujer, todo cuerpo ha sido creado por igual en el vientre ctónico que nos macera entre viscosidades y que niega nuestra voluntad originaria arrojándonos en los brazos de la endemoniada existencia
[iii]. La mujer condena al hombre a la vida, se la impone. Como la naturaleza, es un “útero-tumba” que devora y vomita a sus criaturas, creándolas y destruyéndolas al mismo tiempo y con la misma falta de consideración moral. Como dice Paglia, “la mujer es una miasma dionisíaca, un mundo de fluidos, una ciénaga ctónica de procreación”. De ese principio creador-castrador, de ese origen ambivalente, causa de una ansiedad abisal, surge todo lo humanamente existente.

Fruto de este origen impuesto, el hombre siempre ha necesitado rebelarse contra la inmanencia pragmática de la dimensión puramente femínea de la existencia. Engendrado en las tinieblas viscosas de la matriz, el hombre reacciona contra su origen ctónico intentando elevarse por encima de la naturaleza, esa autoritaria y despótica Gran Madre, creando el mundo paralelo de lo ideal y lo moral, lo suprasensible, para escapar a la amenaza castradora de las elementales fuerzas femíneas. Las leyes sobre las que se articula este mundo escapan a la lógica autocrática de lo natural. El hombre, al contrario que la mujer, nunca se acostumbra a la simple inmanencia de lo empíricamente existente, a lo contingente; siempre le está exigiendo a la aparente consistencia de lo real una evidencia más profunda y verdadera. Como dice Paglia, el hombre se arraiga en el ‘más allá’, la mujer en el ‘más acá’; el primero mira al cielo, la segunda a la tierra. Lo celeste contra lo telúrico, el sentido contra la animalidad. Pero este esencial inconformismo, por oposición al conformismo ctónico de lo femíneo, es lo que lo conduce, si no se alcanza cierto equilibrio entre lo inmanente y lo trascendente, a la perdición, pues no acaba enfrentándose más que a puras sombras, fantásticas proyecciones de una mente insatisfecha
[iv]. Este mundo creado por el hombre para soportar la implacable y opresiva existencia no es otro que el de la razón, el arte, la ciencia o la política. Paradójicamente, la mujer moderna, para poder liberarse de sus cadenas, no ha tenido más remedio que asumir el lenguaje masculino que ha originado este mundo ‘artificial’ (Paglia: “es la sociedad patriarcal la que ha liberado a las mujeres”). Y todo porque la mujer carece del espíritu de superación masculino que puede conducir tanto a los peores crímenes como a las más elevadas gestas. Si la mujer hubiera protagonizado la historia de la humanidad en lugar del hombre, posiblemente habría descendido el número de crímenes, pero también es cierto, como apunta la propia Paglia, que en pleno siglo XXI todavía viviríamos entre chozas, en una dimensión puramente animal[v]. Y es que el signo de la feminidad es la pura inmediatez. La mujer, como cualquier animal de la creación, existe en la inmanencia del orden natural y se identifica (pasivamente, de forma inercial, biológica) con la totalidad, pues no se diferencia de ella ontológicamente. La mujer vive en armonía con lo natural. Por contra, signos de lo masculino son la mediación y la interrogación, pues el hombre vive inmerso en la escisión, en el Xaos de Hesíodo[vi]. En su ámbito, definido por el desarraigo, nada se da por sí mismo, de modo que el significado, lo simbólico, es su filtro cognoscitivo con respecto a lo real. Sólo la conciencia masculina habita dentro de la ruptura, sólo en ella hay pérdida, y, consecuentemente, búsqueda de lo perdido, proyecto idealista. Y dentro de este esquema la mujer no ha sido más que un objeto, poderoso y seductor, en el que los hombres han proyectado sus deseos, sus fantasías y sus miedos.

Queda claro que, como toda identidad sólo puede articularse a partir de mecanismos de alteridad, el hombre siempre ha necesitado de la oposición de la mujer para determinarse. Un buen ejemplo de esta mentalidad lo encontramos en el Génesis, pues la aparición de Eva sólo se produce ante la necesidad que tiene Adán de dar un sentido a su indiferenciada existencia paradisíaca, ausente de determinación alguna. Pero es la aparición de la mujer la que ocasiona todos los problemas de Adán, lo que define la dialéctica entre lo masculino y lo femenino como ambivalente. Fruto de este amor-odio, el hombre siempre ha tratado de separarse, de escindirse, no de la mujer, sino del principio femíneo y de todo lo que éste representa, pues ve y teme en lo ctónico la no-identidad, lo puramente indiferenciado, lo desvertebrador. La forma masculina frente a lo viscoso sin forma, lo líquido. De ahí la concepción de lo femíneo como perturbadora causa de desestructuración ante la que hay que oponer “trincheras apolíneas”. Por contra, el principio femíneo no requiere de identidades fuertes (reflexivas y mediatas) para sobrevivir, pues su esencia arraiga en lo ctónico, lo que carece de identidad. Lo masculino vive sometido eternamente a la amenaza de autodestrucción inherente a su deseo de trascendencia, de ahí que su personalidad sea mucho más creativa y destructiva que la femenina, más agónica y menos complaciente. Mientras que lo masculino vive en la escisión, lo femenino es esa escisión.

La representación de la mujer siempre ha sido ambivalente, divinizada y demonizada por igual. En el primer caso advertimos la idea de la mujer como auténtico Paraíso perdido
[vii], musa inspiradora, Absoluto inalcanzable y promesa de eterna beatitud. La figura de la mujer resulta elevada místicamente, al tiempo que jerárquicamente es rebajada (recordemos que la igualdad de derechos entre hombres y mujeres en las actuales democracias occidentales no es más que una original e insólita anomalía en la historia). Pero la ambivalencia esencial de lo femíneo no puede ser erradicada en esta operación cultual, sino todo lo contrario. De ahí que, a juicio de Paglia, la Eva bíblica sea al mismo tiempo la serpiente y el propio Edén, a la vez promesa del paraíso y tentación que lo aleja del mismo. Salvación y perdición en la misma carne, ángel y demonio. Con la Venus de Botticelli también sucede algo interesante, pues se trata de la representación ‘apolínea’ de una diosa ctónica, intento baldío de escamotear tras un velo edificante una realidad terrible que se cuela a través de la espuma seminal en el agua (Venus nace del semen del castrado Urano). Otros arquetipos demónicos de lo femíneo (“duplicaciones de la Diosa Madre”) son: Circe y las Sirenas del Mediterráneo[viii]; la Esfinge[ix]; las Erinias, las Ménades y las Gorgonas; la Kali hindú; Astarté; la Lorelei teutónica; las Rusalkas eslavas; la diosa azteca de la muerte Ilamatecuhtli; la Ta-urt egipcia; el mito de la Vagina Dentata, etc. En resumen: todo intento de idealización de la mujer nunca podrá erradicar su esencia ctónica. Como decía Georges Bataille, “ninguna de las mujeres que amamos, por puras y encantadoras que sean, se hubiera librado de que Sade cagara en su boca”[x].

Esa tesis de la mujer ctónica hoy lo podemos ver mejor que nunca, pues sólo desde hace pocas décadas la mujer se ha podido mostrar (exclusivamente en Occidente) como realmente es y ha sido siempre, al liberarse de gran parte de las cadenas sociales que mantenían atenazada su personalidad. Este moderno renacimiento de lo femenino ctónico ha provocado que la amenaza psíquica (y ontológica) que significa la mujer para el hombre se haya incrementado hasta extremos perturbadores y angustiosos. Lo masculino está hoy en día más a prueba que nunca. Pero lo más paradójico de todo esto es que los atributos vampíricos que constituyen a la ‘mujer de hoy’ (la femme fatale del cine negro no es un estereotipo, sino la simple realidad de todos los días) resultan ser exactamente los mismos que se han representado desde la Antigüedad. Como dice Paglia, “Clitemnestra, Medea, Lady Macbeth y Hedda Gabler, implacables conspiradoras y portadoras de la muerte, son las antepasadas de la mujer moderna”.

De todas maneras, el hombre y la mujer seguirán dependiendo el uno del otro, pues su vínculo es permanente. La lucha podrá ser dulce o sangrienta, pero nunca desaparecerá. Podría asegurarse tranquilamente que es la diferencia sexual la que permite que exista lo humano, pues de esa diferencia, de esa escisión ontológico-hormonal, surgen todas las fuerzas que ponen al homo sapiens demens en movimiento y que nos determinan a todos. La diferencia sexual también existe en casi todas las especies animales, pero en ninguna de ellas posee el contenido profundo y decisivo que ostenta entre los hombres. De esta manera, vista la cuestión desde un punto de vista evolutivo, no hay lugar para una teórica fusión andrógina o para el fin de la ‘guerra de los sexos’. La dialéctica entre los principios masculino y femenino revela la imposibilidad de una conciliación en un Uno homogeneizador, pues no se puede erradicar la diferencia sexual. La dualidad debe mantenerse, pues sin dualidad, sin oposición, no hay conocimiento, ni tampoco movimiento; en definitiva, sin dualidad no hay vida. Un teórico armisticio entre hombre y mujer, dejaría a la especie totalmente desarmada ante la hostilidad amoral del mundo que nos rodea. Desaparecerían las disputas de género, pero se llevarían a la humanidad con ellas.

[Coda ‘arcadiana’: “quien no critica a las mujeres es porque no las quiere” (Federico Fellini).]

[i] Concepto acuñado por el pensador francés Edgar Morin.
[ii] Sexo y carácter, Otto Weininger.
[iii] San Agustín: “nacemos entre heces y orina”.
[iv] Caso de genios como Hölderlin, Nietzsche, Pessoa, Kierkegaard, Kafka, etc.
[v] La civilización es una creación masculina cuyo fin principal consiste en defenderse de la naturaleza ctónica.
[vi] El sentido originario de Xaos (‘caos’), no es, como se entiende habitualmente, “lo opuesto a orden”, sino concretamente “lo que se abre”, “escisión”, “abertura” (de sentido), “brecha”, “hendidura”. Xaos es el principio de todo orden.
[vii] El Venusberg del Tannhauser wagneriano.
[viii] Las Sirenas retratadas por Homero son un fantástico ejemplo de la ambivalencia femenina: su dulce canto y su seductora figura ocultan la realidad infernal de su antropofagia masculina. La pradera en la que las retrata Homero está repleta de miles de huesos putrefactos de hombres que sucumbieron al letal mito de lo femíneo. Como decía de las mujeres el Sherlock Holmes de Billy Wilder: “el guiño en los ojos y el arsénico en la sopa”.
[ix] La palabra ‘esfinge’ significa “la estranguladora”.
[x] Bataille se dio de baja del Movimiento Surrealista por su idealización de la figura de la mujer.

(artículo publicado en la revista
Kiliedro, nº 6).

jueves, 21 de diciembre de 2006

PRESENTACIÓN


Si los caminos de aquel que llaman Señor son inescrutables, este nuevo blog es una muestra de ello. Me paso la tarde en el Tanatorio Municipal de Palma, velando a un muerto y en charla entretenida sobre las costumbres de otros cuerpos fríos, y acabo la noche con una extraña criatura bajo el brazo: 'Horrach'. El responsable, mi gurú espiritual, el Rabino Satánico, al que doy las gracias por su voluntad y savoir faire. La fecundación ha sido inmediata y el parto súbito. Que sepa, Maestro, que le tengo presente en mis oraciones. A ver qué sale de todo esto. Bienvenidos todos. Shalom!
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