Hace unos años surgió dentro del ramplón cine americano una película que me llamó muchísimo la atención, más por su contenido que por su estilo cinematográfico. La película, The believer (2001, Henry Bean), se basaba en un fascinante caso real, el de un joven americano nazi, Daniel Burros, que se suicidó tras ser detenido por la policía. Después se supo que en realidad era judío y sobre esa paradoja límite, la del ser nazi-judío, se inspiraron los creadores de esta obra para dar su punto de vista sobre la psique del escindido personaje, que en celuloide se llama Daniel Balint y está predestinado fatalmente por la historia bíblica del (no-)sacrificio de Isaac a manos de Abraham. Balint es llevado por lo inconmensurable hasta un punto en el que la razón no puede construir nada con sentido claro; allí donde el yo se disuelve en el absoluto desarraigo de una acción casi trascendental. Es en realidad un elegido para una misión (de la que sólo es consciente a medida que la historia va avanzando): que el pueblo judío vuelva a ser tan odiado como en la Alemania nazi. El motivo: tras la segunda Guerra Mundial los judíos gozan de un prestigio (si bien no en todo el mundo, pero sí en USA) que nunca antes habían tenido, y Balint considera que eso es muy perjudicial para su supervivencia. Por eso se entrega, desde las filas de grupúsculos nazis, a fustigar a los judíos con la intención de que esa furia antisemita acabe extendiéndose por toda la población americana. Espero que lo dicho hasta ahora impulse a los que me hayan leído a ver esta sorprendente película, porque no pienso decir nada más sobre su argumento.
Sólo quiero destacar algunas de las reflexiones de su protagonista (interpretado por un gran Ryan Gosling), un fascinante ejemplar de ‘hombre del subsuelo’. Creo que sus discursos son bastante lúcidos, aunque él los elabore, como también hacía Nietzsche, a la contra. Intentando repudiar al pueblo judío lo que consigue, al menos a mi juicio, es elevarlo:
“Los judíos minan la vida tradicional y crean desarraigo. Un pueblo auténtico saca su fuerza de la tierra, del sol, del mar. Así sabe quién es. Pero los judíos no tienen tierra (los israelíes no son judíos. Es decir, no necesitan el judaísmo porque tienen tierra). El verdadero judío es un vagabundo, un nómada. No tiene raíces, así que lo universaliza todo. No sabe clavar un clavo ni arar un campo. Sólo sabe comprar, vender, invertir, manipular mercados. El judío toma la vida de la gente con raíces y la vuelve cultura cosmopolita, basada en números, libros e ideas. Ésa es su fuerza. En los tres siglos que han tardado en salir de los guetos de Europa, nos han quitado el orden y la razón, arrojándonos a un caos de lucha de clases, necesidades irracionales, relatividad. A un mundo en el que se cuestiona incluso la materia. ¿Por qué? Porque el impulso más profundo del alma judía consiste en reducir el tejido de la vida sólo a un hilo. Sólo quieren la nada, una nada sin fin”.
“Los judíos quieren que les odien, anhelan el desprecio. Se aferran a él como a la esencia de su ser. Si Hitler no hubiera existido, los judíos lo habrían inventado. Porque sin ese odio, el ‘pueblo elegido’ desaparecería de la tierra. Cuanto peor se les trata, más fuertes se hacen. La esclavitud en Egipto los convirtió en una nación; los pogroms los endurecieron; y Auschwitz creó el estado de Israel. El sufrimiento es el crisol de su genio. La única forma de aniquilar a este pueblo es abriéndoles los brazos, invitarles a nuestra casa y abrazarles. Sólo entonces desaparecerán dentro de la normalidad. Para destruirlos debemos amarlos sinceramente. Su destino es ser aniquilados para ser deificados después. Jesús lo comprendió perfectamente. Miren lo que se consiguió con la muerte de un judío. Imagínense si los matáramos a todos”.
Shalom!