sábado, 29 de mayo de 2010

FRANK BOOTH SEGUIRÁ ENTRE NOSOTROS


Si no fuera porque Travis Bickle es un inmejorable hombre del subsuelo, servidor habría escogido la imagen de Frank Booth con la mascarilla de oxígeno para poner rostro a mi identidad cibernética. El día de la muerte del gran Dennis Hopper no puede llevarme sino a recordar al personaje que bordó para Terciopelo azul (1986). Dejo como ofrenda la mejor escena de la película de Lynch, aquella inmortal delicatessen para fetichistas perturbados en la que Booth simula ser el niñito de Isabella Rossellini para poder regresar a las profundidades pantanosas del útero materno. Los elementos de la recreación edípica sintetizados a la chocante manera de Lautreaumont: la mascarilla ritual, el batín de terciopelo azul (cuyo cinturón engulle la criatura deseante), la madre ofreciéndose como un altar y el cántico ceremonial que quiebra las aguas ("Mamy, ¡baby wants to fuck!").

miércoles, 19 de mayo de 2010

LA AGONÍA DE LARS VILKS. CON MAHOMA HEMOS TOPADO


Tanto multiculturalismo, tanto respeto a la diferencia y al otro, para acabar llegando a esto. El problema de partida de la mentalidad multicultural es que invierte el error del etnocentrismo manteniendo su intrínseca dualidad maniquea (es decir, cambia el sentido de la culpabilidad pero sin tocar el mecanismo dualista de oposición), de modo que entiende que sólo los blancos occidentales son o pueden ser racistas, cuando resulta que en el mundo real el racismo es algo absolutamente democrático en el sentido de que está bien repartido. Incluso, únicamente es en las democracias occidentales donde se educa en la crítica al racismo y a la intolerancia, reflejándose dicha condena en la propia ley. En cambio, a diferencia del racismo, esta educación antirracista, como puede verse en este video terrorífico, no parece que se dé en todas las culturas, porque condenar a muerte a un hombre por hacer dibujitos del jodido Mahoma es algo que realmente marca un límite que no deberíamos ignorar. Luego dirán que no todos son iguales ni están cortados por el mismo patrón de esta furiosa intolerancia que puede empeñecer al propio nazismo o al estalinismo. Puede ser, pero las excepciones me parece que son más escasas (o más silenciosas) de lo deseable. Porque, ¿han visto ustedes, pongamos por caso, alguna manifestación integrada por musulmanes reivindicando el derecho de Lars Vilks a dibujar lo que le venga en gana? Es más: ¿han visto ustedes muchas manifestaciones de no-musulmanes en defensa del condenado a muerte Vilks? La paradoja es sangrante: Occidente, debido a sus raíces judeocristianas, es la cultura de las víctimas (Jesús, el fundador de nuestra historia y también de nuestra mentalidad, es la Supervíctima). En nuestro mundo la figura de la víctima ostenta una consideración insólita por central. Sin embargo, el problema es que en demasiadas ocasiones tenemos problemas a la hora de identificarlas, siendo una circunstancia bastante normal que se identifique como víctima a aquel que no lo es en absoluto, o viceversa.

Vilks ha sido condenado y no creo que tarden mucho en asesinarlo (últimamente se han ido acelerando los ataques: en el video de arriba la agresión que sufrió en plena universidad de Uppsala. Días después le pegaron fuego a su casa). Como a Theo Van Gogh, tiroteado-apuñalado-degollado mientras circulaba en bicicleta por el centro de Amsterdam. Pero, tarden o no en liquidarlo, su vida ya ha sido destruida. Como la del pensador francés Robert Redeker (de cuyo caso ya hablé en este mismo Nickjournal: He oído hablar de tu padre en Al Jazira. El caso Redeker) que lleva años sobreviviendo como un apestado, escondido en algún lugar de Francia, entre el más absoluto silencio de los bienpensantes y las insidiosas acusaciones de los miserables (me refiero a que no pocos apóstoles de la izquierda llegan al extremo de culpabilizar a Vilks y Redeker por 'provocar'). Por no hablar de Kurt Westergaard, de Ayaan Hirsi Ali, de Salman Rushdie, o los creadores de South Park. La lista cada día es más amplia, y ya conocen aquellas palabras de Martin Niemöller (aunque más célebres en la boca mimética de Bertolt Brecht) sobre la soledad final del que cede continuadamente ante el totalitarismo.

(entrada publicada en el NICKJOURNAL)

domingo, 16 de mayo de 2010

CRASH (1996)


Mi escena predilecta de una de mis películas más queridas es este monumento a la perturbación y al fetichismo metálico que pueden ver arriba. Se trata de la prodigiosa Crash (1996) de David Cronenberg (sobre la que escribí en su día una disección en Kiliedro: Crash: El abismo del deseo, primera parte de la serie La mirada infernal), basada en la sensacional novela de James G. Ballard (1973). La historia de unos alucinados que se toman casi religiosamente las posibilidades eróticas de los accidentes de coche... sobre todo si estos son mortales. Fascinados por la muerte en colisiones automovilísticas de celebridades como Jane Mansfield, Grace Kelly o James Dean, se encargan de llevar a cabo recreaciones de sus accidentes mortales con la intención de liberar en estas perturbadoras actividades una energía vital y sexual adormecida por el peso de la normalidad cotidiana. En la imagen, el enloquecido y subsuelítico Vaughan (Elias Koteas) hace las veces de director ceremonial (y también actor) del ritual suicida que se va a escenificar seguidamente. Micrófono en mano, va desgranando morosa y obsesivamente para los espectadores allí congregados los detalles del accidente mortal de Dean, las circunstancias que sellaron su muerte y su paso a la inmortalidad, a la vez que con sus dedos acaricia sensualmente la metálica carrocería del Porsche (550 Spyder) de carreras 'deaniano' como si se tratara de los turgentes muslos de una ctónica. El ritual se pone en marcha, la colisión aguarda, la transformación opera su mecanismo en el cuerpo y en la mente de los oficiantes. El éxtasis sexual al servicio de miméticas estrategias de autodestrucción. Pasen y vean en qué consiste la lógica fría y brutal del subsuelo más lóbrego.

lunes, 10 de mayo de 2010

RUGBY vs FÚTBOL


Aprovechando que acabo de encontrar un video promocional del rugby que realizó en su momento el canal Teledeporte, con el fascinante Confutatis maledictis (célebre pasaje del Requiem de Mozart. Anteriormente de decantaron por un nocturno de Chopin), me referiré a determinadas diferencias que se dan entre dos deportes inicialmente tan emparentados como el rugby y el fútbol.

A mi juicio, y dejando de lado las habituales diferenciaciones que se suelen sacar a colación, lo que separa profundamente a estos dos deportes es la misma idea que estructura ambas formas de representación y la relación que ésta manifiesta con la violencia. En cada caso hay una idea del mundo y de la naturaleza humana que se opone a la otra, y ésta se manifiesta en ambas situaciones de una manera indiscutible. Son, en definitiva, dos consmovisiones opuestas.

El rugby es un deporte explícitamente de combate, en el que el papel que juega la violencia es muy evidente. Aunque hay unas reglas que limitan el ejercicio de la misma, no es extraño que los jugadores se enzarcen en agresivas disputas más allá de la posesión del oval. Sin embargo, esta sobreafirmación de lo violento en el rugby no es más que un paso regulado en el proceso, pues todo se encamina en dirección hacia la catarsis conjurada a la finalización de cada encuentro. Rituales tan extraordinarios como el del 'Tercer tiempo' permiten entender perfectamente que la disputa violenta tiene como objetivo una purificación de las pasiones en la que el enfrentamiento con el teórico enemigo no asalta los límites del terreno de juego. Tras el castigo de un combate sin contemplaciones y que sólo en apariencia parece buscar la aniquilación del otro, el adversario se convierte en alguien que no puede ser más que un igual. Al final sólo se manifiesta aquella igualdad que es fruto del respeto mutuo y de una similar aceptación de la existencia como desafío y enfrentamiento caballeroso. Este espíritu conciliador bajo la máscara del terror también se escenifica en otro ámbito de este deporte, y es que las tácticas de lucha del rugby, entendidas de forma casi bélica, no se contagian a las gradas, pues allí los espectadores viven civilizadamente las evoluciones del escenario de juego sin experimentar el contagio de la pasión violenta. La igualación esencial que en el campo sólo se produce tras el combate la llevan ya asumida de inicio los espectadores. Todo lo contrario sucede en el fútbol, donde la violencia entre aficiones ha dado mucho que hablar. Si el rugby es un ritual expiatorio de control y gestión de la violencia que permite a los que la practican una profundización en valores y experiencias muy valiosas de cara a la vida
, en este aspecto el fútbol es un deporte mucho más hipócrita pues, bajo una aparente negación de la violencia (recordemos que se tolera poco el contacto), lleva a cabo un cultivo de las conductas que más directamente atentan contra el espíritu del reglamento. Por ejemplo, basta ver lo celebrados que han sido y son aquellos jugadores que, al estilo de Paulo Futre, tienen una gran habilidad para engañar al árbitro simulando derribos y faltas, y es que en el fútbol prima un ethos de cobardía y engaño que trata de alcanzar sus objetivos sin tener en cuenta pauta moral alguna. Tirarse en el área, simular agresiones, protestar intimidatoriamente al árbitro, etc., son conductas habituales en todos los partidos. Además de hipócrita, el fútbol también es más venenoso a nivel social, porque las pasiones que pone en juego desbordan el terreno de juego asentándose fieramente en todos y cada uno de los ámbitos de nuestras sociedades. Mientras que el rugby, más hobbesiano al aceptar que el polemos caracteriza al ser humano, pone bajo control la agresividad de los hombres, el fútbol, enésima reencarnación del espíritu rusoniano, inunda de tensiones destructivas el tejido de la sociedad y asienta en el corazón de los hombres el hambre de exterminio.

miércoles, 5 de mayo de 2010

MÚSICA DEL SUBSUELO (30): AMOR JAPONÉS




He visto dos veces actuar en Palma a Damon & Naomi, es decir, el dúo formado por Damon Krukowski y Naomi Yang (arriba en la imagen). La primera fue, hace cosa de 5 o 6 años, en la cripta de la iglesia de Santa Creu (donde el pasado viernes se celebró el funeral por el alpinista Tolo Calafat, muerto en el Annapurna), y la segunda en un casi desierto Teatre Xesc Forteza, hace unas 3 temporadas. En ninguno de los dos casos su música delicada y sutil decepcionó. Sin embargo, no llegaron a tocar mi pieza favorita: Love, versión de una canción japonesa (de los años 60) del grupo The Jacks. Un prodigio de sensibilidad realmente extraordinario; es una de esas poquísimas canciones que consiguen llevarnos a profundidades casi inalcanzables. Está cantada en japonés por la angelical voz de Naomi Yang, aunque no he podido encontrar la letra por ninguna parte (sí he encontrado este video). Es igual: como decía un antiguo amigo, las letras en una lengua que no puedes descifrar pueden llegar a alcanzar una capacidad poética que la lengua 'propia', en su inmediata inteligibilidad, no permite. Me gustaría que la pudiera escuchar, Linnie Vinay (mi querido espectro ctónico), pues a ella va dedicada.
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