(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Ser
fiscal en España nunca ha sido un trabajo cómodo. Los más jóvenes
seguramente no recordarán al mítico “Pollo del Pinar”, ese
Eligio Hernández que pasó de la lucha canaria a los juzgados y que
hizo las delicias de aquellos (muchos, demasiados) que confunden
poder ejecutivo y poder judicial. A Jesús Cardenal tal vez sí lo
tengan en mente, con ese parecido fúnebre con Montgomery Burns, y
con idéntica labor de servicio gubernamental. O a Cándido
Conde-Pumpido, designado por el objetivo mérito de ser amigo
personal de ZP, y que nos deparó tardes de gloria dadaísta, con ese
“Guantánamo electoral” referido a la Ley de Partidos. Torres
Dulce, a quien muchos conocimos como tertuliano cinematográfico de
José Luis Garci, ha sido el penúltimo inquilino de este potro
inflamable. Desde el año 1985, cuando el gobierno de Felipe González
aprobó la Ley Orgánica del Poder Judicial, la separación de
poderes en España es algo más difuso y voluble que el programa
actual de Podemos. De la misma manera, los partidos se reparten los
asientos del CGPJ como si fuera uno de los irresistibles pasteles de
mi madre, con UPyD como única excepción a esta casi unánime
religión nacional.
Me
gustaría dejar de hablar algún día de mi tocayo el fiscal Horrach,
pero el concienzudo método Stanislavski que ha abrazado para meterse
en su reciente papel en la película de su vida le ha hecho olvidarse
de su verdadero ser, el Sumo Pontífice de los Inquisidores, para
abrazar la causa borbónica hasta un punto tal de fanatismo que ya
sólo le falta bombardear el palacio de los Habsburgo en Viena o irse
de caza a Botswana, país que nos produce risa pero que nos supera en
cuanto a transparencia. Transparencia, esa rareza. Muy bien valorada
en el resto de Europa, pero aquí estas cosas no venden. Lo que vende
hoy es lo de siempre: placebos, creencias, cosmovisiones, doctrinas
que den aparentemente respuesta a todos los enigmas. Con una pizca de
furia vengativa mejor. No es la verdad lo que en este caso importa
(entendiendo la verdad como algo sumamente difícil de alcanzar, pero
en cuyo empeño interrogador comprometemos nuestra dignidad), sino
controlar la incertidumbre y arraigarse sobre algo, aunque sea la
nada.
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