lunes, 6 de abril de 2015

OFICIO DE TINIEBLAS


 (artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Hace años me interesaba mucho la Semana Santa. Ahora bastante menos, salvo la Noche de Resurrección ortodoxa. Soy agnóstico pero me intrigan los rituales religiosos. Por eso es una lástima que no se celebren ya en España los Oficios de Tinieblas, esa tremenda escenificación del momento de pánico y desarraigo que supone la vigilia del domingo. La ceremonia consistía en ir apagando, ya de noche, cada una de las 15 velas del tenebrario, dejando sólo una encendida para esconderla tras el altar mayor. La iglesia quedaba así sumida en la oscuridad por unos instantes, momento en el que se cantaba el Miserere, pero era de nuevo iluminada con el regreso de la única vela activa. Este cirio representa al Jesús muerto y sepultado, pero que resucita al tercer día. Simboliza el paso de la oscuridad a la luz, la supuesta inevitabilidad del bien sobre el mal y de la certeza sobre las dudas. Algo en lo que confiar.
Ya he dicho que soy agnóstico, y por tanto no creo en redenciones como la del Domingo de Resurrección. Tampoco en otras redenciones mesiánicas más propias de la esfera ideológica y política, pero ese ya es otro asunto. Si la historia del hombre consiste en la constante búsqueda de un sentido (de naturaleza fija, no como la verdad, que es más escurridiza) que aporte significado a nuestras vidas, semanas como ésta muestran una de esos anhelos cristalizado en un legado cultural determinado.
No desprecio esas manifestaciones porque soy humano y, por tanto, la acuciante tentación de asentarme en un arraigo alentador me acompañará siempre. No conozco muy bien la causa (haber estudiado filosofía, ser de La Soledad, adorar el cricket), pero no soy capaz de participar en esa proyección esperanzadora que supone la fe (no sólo la religiosa, repito). El desarraigo no es un territorio cómodo, al contrario, pero difícilmente es más consistente aquel prometido paraje al fondo donde ambicionan sublimarse todas las contradicciones y solventarse los enigmas. En el sentido que señala George Steiner (y que recordaba este viernes Eduardo Jordá), vivimos en un eterno Sábado Santo (“el día más misterioso en la historia de la humanidad”), el momento de la penumbra que no puede disiparse. Un día que dura milenios.

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