lunes, 27 de julio de 2015

EL HORROR


 (artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Llevamos ya más de un mes en prolongada combustión y, a diferencia de años pasados, todavía no he hablado del calor. Disculpen, pero estaba intentando suicidarme, única vía de escape a esta opresión más devastadora que Atila y sus hunos. Alguno me dirá que el aire acondicionado es una opción de huida interesante, pero no, al menos en mi caso: se ve que mis conductos respiratorios andan delicadillos por el estrés de mi olvidable experiencia política, porque es entrar en contacto con la ventilación fría artificial y se dispara una infinita y variada percusión de toses que no le deseo ni a Josu Ternera. Por no hablar de la codeína, supuesto remedio que ha resultado ser mi kryptonita, pues me endosó todos sus efectos secundarios sin ayudarme lo más mínimo.
Por tanto, no me ha quedado otra que entregarme a la cautividad patibularia de este estallido continuo, de esta brasa inmisericorde. ¡Si incluso los yonkis confesos del verano ya están con la reserva, por Dios! Este calor es una ataque directo a la dignidad de la persona: no te deja dormir, te desconcentra, vas chorreando a todas horas, cualquier tentativa física se convierte en una loca escalada al Annapurna. El verano es un secuestro febril que te empequeñece y entrena para la demencia.
¿Por qué si no el infierno se ha representado siempre como una gigantesca falla valenciana? Un petardeo constante de tiranía y ultraje. Nunca que yo sepa lo han encarnado como un territorio helado, porque del frío uno se puede proteger manteniendo en mejor estado sus facultades.
Sin ninguna duda, cuando el señor Kurtz, convertido por Coppola en coronel en Apocalypse Now, pronunció el célebre “el horror”, no se estaba refiriendo a ninguna cuestión metafísica sino al puto calor africano (estaba en el Congo belga) que lo estaba machacando a conciencia, sometiéndolo a una meticulosa e inacabable sesión de fist fucking.
Miquel Barceló gusta de visitar esas tierras, sobre todo Mali, y en sus diarios cuenta la hostia descomunal que para un europeo supone el fuego africano: tu vida se reduce a una sucesión de diarreas incontenibles, seguidas de radiantes deshidrataciones. Por no hablar de serpientes o escorpiones merodeando el futuro cadáver. Vamos, el paraíso del suicida.

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