lunes, 9 de noviembre de 2015

HOMBROS GIRARDIANOS


 (artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Descubrí a René Girard en la primavera de 1999. Había visto algo interesante sobre él en un texto de Carlos Gurméndez y me empujó finalmente a leerlo un pasaje del interesantísimo Una defensa del masoquismo de Anita Phillips. Estaba cursando tercero de Filosofía en la UIB. En la biblioteca de nuestra universidad, que nunca se ha caracterizado por un excesivo y selecto fondo de armario, tenían de Girard Literatura, mímesis y antropología, y también La violencia y lo sagrado. Comencé por este último, editado en Anagrama como la mayor parte de las obras del franco-americano.
De inicio me quedé con la cuestión del sacrificio; ya más adelante fui profundizando en las sutilezas del phamarkon (a la vez, el veneno y su antídoto) derridiano, la ambivalencia fundamental de las cosas. Girard analizaba descarnadamente las 'ventajas' de la violencia sacrificial: el deseo de unanimidad dirige el puñal de los verdugos. El fanatismo como aquello que, exterminando toda pluralidad, aleja la depresión y la incertidumbre. De ahí la fascinación que genera la fuerza, la adicción a las formas de dominio, casi hasta el punto de que “si uno no mata, nadie lo toma en serio” (Coetzee). 


A veces digo que Girard me salvó la vida. Yo andaba por esa época obsesionadísimo con las aristas fascinantes y suicidas del hombre del subsuelo de Dostoievski: Raskolnikov y su forma demente de ver el mundo, trastornado por una rabia insondable. Si no llego a leer esa primavera su análisis crítico y clarividente de las pulsiones subsuelíticas, difícilmente habría llegado a la treintena. Todavía hay gente que hoy me considera un exaltado, pero lo de ahora no es nada comparado con esa época.
Al final siempre me quedo en terreno de nadie. ¡Desarraigo, ven a mí! Girardianos en España hay pocos, y nunca he llegado a mantener relaciones estrechas con ellos, tal vez porque he enfocado la obra de Girard desde un prisma filosófico, mientras que estos se decantan por una religiosidad muy explícita. He preferido replantear cuestiones que a veces Girard pretendía clausurar con simplificaciones que beneficiaban su sesgo católico. Sostener que Girard era en realidad, aun sin saberlo él mismo, uno de los últimos postmetafísicos, no permitía granjearse entusiasmos en esos cenáculos.

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