(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Este
año el Día del Libro ha llegado en el momento más oportuno
posible: sofocar la canonización de uno de los músicos más
sobrevalorados de la historia moderna, el pigmeo (en todos los
sentidos) de Minneapolis. Ando estupefacto con las loas al difunto
Prince. No le recuerdo ni una sola canción potable, mucho menos esa
nadería de Purple rain. Pero tampoco quiero ensañarme
demasiado, porque gente a la que aprecio disfrutó lo que perpetraba
este bulto sospechoso musical, así que dejémoslo aquí.
Mejor
pasemos a Cervantes y Shakespeare, en el convenido 400 aniversario de
su muerte. Pasa con los clásicos aquello de que siempre sorprenden
al descorcharlos. Ambos autores representan el centro invulnerable
del canon occidental. De hecho, mi maestro René Girard los
consideraba, con Proust y Dostoievski, los más lúcidos
diseccionadores del alma humana, estandartes de una imponente
superioridad cognitiva, lingüística e imaginativa.
Sobre
el Quijote quiero valorar especialmente el trabajo de Francisco Rico
y la reciente versión moderna de Trapiello, una obra sensacional a
pesar de las críticas de algunos puristas dogmáticos. A veces del
Ingenioso Hidalgo se han sacralizado los aspectos más discutibles,
como la libertad de su personaje, que no es tal, o su literalidad
desastrada y en ocasiones agramatical. De ahí la herejía bastante
cierta de González Ruano: “se nota que Cervantes era manco porque
el Quijote es un libro escrito con los pies”, que paradójicamente
no le quita ningún valor. Ambos fueron “inventores de lo humano”,
como decía Harold Bloom de Shakespeare pero que podría extenderse
perfectamente a Cervantes. Crearon formas de expresión originales,
las conciencias más abarcadoras de toda la literatura, plurales
abismos de interioridad. Sin sus obras, útero moldeador de nuestra
condición, seríamos diferentes, ajenos a sus grandes revelaciones.
El
talento creativo del inglés, unido a un gran intelecto generador de
ideas, justifica que la 'bardolatría' haya llegado a tanto. Para
Bloom, su obra describe una circunferencia que lo engloba todo, un
espíritu que desborda los límites de las bibliotecas y los teatros,
y que ha creado “formas más reales que los hombres vivos”
(Shelley). Mi favorita de sus piezas menos conocidas es Troilo y
Cressida, donde a través de Pándaro, una especie de Yago, la
teoría mimética de Girard emerge con una potencia devastadora para
explicar cómo las rivalidades humanas se sustentan en imitaciones
que nacen de la carencia de ser. Imitamos a imitadores, en una
circularidad que nos empuja a los tumultos más destructivos cuyo fin
no es otro que la peor de las quimeras: la identidad.
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