(la disección de hoy en El Mundo-El Día de Baleares pueden leerla aquí. Lo que sigue abajo es la 'versión extendida' del artículo)
La
semana pasada me acerqué al mirador de Bahía Grande en Llucmajor.
Para soportar la belleza agónica de las últimas luces del día
perdiéndose tras la Serra, resulta un lugar muy recomendable. Me
demoré ahí cerca de una hora. Solo, aunque enviándole a través de
mi smartphone estampas del crepúsculo a un amigo que también aprecia estas experiencias. Cuando el
sol había desaparecido del todo, caí en la cuenta de que justo ahí
en septiembre de 2010 se suicidó el empresario Paco Lavao,
propietario de los antiguos supermercados Syp. Había dejado aparcado
su coche de lujo a pocos metros para saltar el acantilado a pelo, a
diferencia de los suicidas automovilísticos que llegaban hasta el
cercano Cap Blanc.
Nunca
conocí a Lavao, pero en ese momento traté de empatizar con su
último instante, tratando de asimilar el torbellino mental que
padece una persona que ha decidido acabar con su vida. Era un
empresario orgulloso que había acabado en la ruina. Probablemente la
vergüenza y la sensación de fracaso lo exasperaron hasta el
tuétano.
Horas
más tarde, me topé con la siniestra sorpresa de que alguien había
llegado a mi blog, concretamente a una entrada sobre el Cap Blanc,
tecleando en Google “suicidio de Lavao”. No recuerdo que nadie
antes hubiera desembocado en uno de mis textos por esa vía (suelo
observar periódicamente esa información que te ofrece la plataforma
blogger), y me dejó perplejo que fuera justamente ese día cuando un
desconocido se interesara por la suerte de Lavao. Parafraseando a
Spinoza, ¿quién sabe lo que puede un espectro?
Días
después me tocó viajar a Menorca para presentar Sa norma sagrada
junto a Joan Font Rosselló. Uno tiene que multiplicarse para tratar
de sortear la omertà decretada, entre otros, por nuestros
amigos de MÉS, que manejan las instituciones públicas a su antojo.
La fecha del evento fue oscilando entre varias opciones hasta
decantarse finalmente por el 4 de junio. El caso es que hasta casi la
misma jornada de la presentación en Mahón no caí en la
circunstancia de que el acto se iba a celebrar en Ca'n Oliver, a
pocas calles donde, ¡justo ese mismo día!, sólo que 92 años
atrás, había nacido Marcela Giménez Riera, el único de mis cuatro
abuelos que sigue vivo.
A
los 7 años abandonó Mahón para siempre, siguiendo el nuevo destino
palmesano de su padre Fermín, teniente de Infantería, nacido en
Navarra. Ni ella ni sus tres hermanos mayores volvió, excepto una
rápida visita a finales de los años 70 en la que no se atrevió a
visitar su casa natal. Así que, tras la exitosa presentación del
libro con unos 100 asistentes y con más firmas de sus autores que en
Palma, me fui corriendo, ansioso, a fotografiar el Carrer d'es
Frares, que se sigue llamando igual que hace un siglo, cosa rara.
Lucas Pons, de Foment Cultural, fue el amable guía de mi obsesión.
También sucedió todo durante el crepúsculo, como en los
acantilados de Bahía Grande una semana atrás, pero con algo de fina
lluvia como acompañante a un día de calor bochornoso. Ecos
británicos en el escenario arquitectónico y un súbito anhelo
familiar se imbricaron en una expedición casi onírica.
Ayer,
ya de regreso, la mostré las imágenes a mi abuela como regalo de
cumpleaños. Con emoción in crescendo, recordó que
fue al inicio de la calle donde había nacido, al lado de la
imponente iglesia de Sant Francesc d'Assís, en la parte de la calle
actualmente más deteriorada. También revivió el mirador adyacente
a la iglesia, que existía ya por entonces, y desde el que se puede
apreciar todo el espléndido puerto de la ciudad. Por un momento,
tras la emoción del recuerdo resucitado, vi que esas imágenes
podían ser también amuletos que intentan conjurar la indiferencia
absoluta de lo real, su falta de sentido y coherencia. No sé qué
sentido sacar de estas dos experiencias. Como le he dicho a L,
siempre he sido un discapacitado vital; no entiendo nada.
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