viernes, 19 de agosto de 2016

LIMBO VERANIEGO



Un clásico de mis veranos de columnista consiste en regresar al antropólogo francés Marc Augé, al que descubrí en las clases de Alexandre Miquel en la UIB hace ya demasiado tiempo. Augé se hizo famoso en su momento por el análisis de los “no lugares”, esos espacios del anonimato que por su intrínseco vacío de significado totalizador no pueden definir automáticamente el rol que jugamos en ellos. Se trata de entornos desconectados de las vivencias diarias, por los que pasamos fugazmente, como espectros, sin poder adoptar un papel sustancial ni tampoco dejar una huella perenne: autopistas, aeropuertos, clínicas, playas, incluso campos de refugiados.
“Como los lugares antropológicos crean lo social orgánico, los no lugares crean la contractualidad solitaria” (Augé), unos vínculos frágiles que no permiten ningún arraigo. De ahí la desazón y extrañeza que generan esas historias de individuos que por los motivos que sea se han quedado a vivir una temporada en no lugares como un aeropuerto. Ahí el individuo se muestra en su soledad más descarnada, descontextualizado de cualquier relación acogedora, suspendido en el vacío, anclado en la nada, mientras los demás pasan por allí cumpliendo su función de tránsito.
Se ha estilado interpretar los no lugares en clave crítica, como la célebre liquidez de Bauman, pero podría sostenerse, y el mismo Augé lo hace, que los considerados como lugares auténticos, con sus diversas coordenadas habitables, su capacidad fundadora e identificatoria, su encaje en una historicidad significativa, tienen más de fantasía que de realidad incuestionable. En este caso, podríamos decir que se trata de mitos útiles en su relacionabilidad inmediata, pero basando su eficacia en convenciones contingentes.
El verano, con su suspensión de lo cotidiano y su movilidad frenética, con su pringoso torrente de cremas y sus ejércitos de medusas cabreadas, es el paraíso de los no lugares, aquel momento en el que nos sumergimos en esos espacios como si de alguna manera se hubieran travestido de autenticidad permanente. Incluso podríamos añadir que agosto es el mes del no tiempo, porque en su inacabable transcurso casi todo está aplazado, incluso extirpado del tejido mundano. Un limbo de relax completamente intrascendente, como marcan los cánones del no espacio-tiempo, a la espera de las represalias de septiembre, terribles para muchos pero gozosas para un servidor.
Si para Augé uno de los ejemplos principales de no lugar son las playas, yo iría un poco más allá, porque si algo hay todavía más desubicado, un espacio baldío y en ocasiones tortuoso, es el camino que conduce a esas playas, concretamente a las mallorquinas. Porque, ¿qué limbo sería aquel trayecto infinito y errático, el inacabable ir y venir de los automóviles que, intentando poner pie en la Tierra Prometida de los arenales del Trenc o Cala Varques, no encuentran rincón alguno en el que asentarse entre la marabunta de iguales, y van deambulando ad nauseam bajo un calor genocida?
O un terreno arrasado por el fuego, ¿que tipo de (no)lugar sería ése? O las ruinas, sobre todo si son de urbanizaciones inacabadas, proyectos de (no)habitabilidad que han quedado antes de tiempo desvencijados, a la intemperie, como una venganza preventiva de su estandarización vital. Del no lugar antológico e insuperable que representa el Congreso de los Diputados, con su no-presidente, sus no-ministros y sus no-diputados, mejor hablamos otro día.

 (disección 'extendida' de la más reducida que publica hoy El Mundo-El Día de Baleares)

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