Un
clásico de mis veranos de columnista consiste en regresar al
antropólogo francés Marc Augé, al que descubrí en las clases de
Alexandre Miquel en la UIB hace ya demasiado tiempo. Augé se hizo
famoso en su momento por el análisis de los “no lugares”, esos
espacios del anonimato que por su intrínseco vacío de significado
totalizador no pueden definir automáticamente el rol que jugamos en
ellos. Se trata de entornos desconectados de las vivencias diarias,
por los que pasamos fugazmente, como espectros, sin poder adoptar un
papel sustancial ni tampoco dejar una huella perenne: autopistas,
aeropuertos, clínicas, playas, incluso campos de refugiados.
“Como
los lugares antropológicos crean lo social orgánico, los no lugares
crean la contractualidad solitaria” (Augé), unos vínculos
frágiles que no permiten ningún arraigo. De ahí la desazón y
extrañeza que generan esas historias de individuos que por los
motivos que sea se han quedado a vivir una temporada en no lugares
como un aeropuerto. Ahí el individuo se muestra en su soledad más
descarnada, descontextualizado de cualquier relación acogedora,
suspendido en el vacío, anclado en la nada, mientras los demás
pasan por allí cumpliendo su función de tránsito.
Se
ha estilado interpretar los no lugares en clave crítica, como la
célebre liquidez de Bauman, pero podría sostenerse, y el mismo Augé
lo hace, que los considerados como lugares auténticos, con sus
diversas coordenadas habitables, su capacidad fundadora e
identificatoria, su encaje en una historicidad significativa, tienen
más de fantasía que de realidad incuestionable. En este caso,
podríamos decir que se trata de mitos útiles en su relacionabilidad
inmediata, pero basando su eficacia en convenciones contingentes.
El
verano, con su suspensión de lo cotidiano y su movilidad frenética,
con su pringoso torrente de cremas y sus ejércitos de medusas
cabreadas, es el paraíso de los no lugares, aquel momento en el que
nos sumergimos en esos espacios como si de alguna manera se hubieran
travestido de autenticidad permanente. Incluso podríamos añadir que
agosto es el mes del no tiempo, porque en su inacabable transcurso
casi todo está aplazado, incluso extirpado del tejido mundano. Un
limbo de relax completamente intrascendente, como marcan los cánones
del no espacio-tiempo, a la espera de las represalias de septiembre,
terribles para muchos pero gozosas para un servidor.
Si
para Augé uno de los ejemplos principales de no lugar son las
playas, yo iría un poco más allá, porque si algo hay todavía más
desubicado, un espacio baldío y en ocasiones tortuoso, es el camino
que conduce a esas playas, concretamente a las mallorquinas. Porque,
¿qué limbo sería aquel trayecto infinito y errático, el
inacabable ir y venir de los automóviles que, intentando poner pie
en la Tierra Prometida de los arenales del Trenc o Cala Varques, no
encuentran rincón alguno en el que asentarse entre la marabunta de
iguales, y van deambulando ad nauseam bajo un calor genocida?
O
un terreno arrasado por el fuego, ¿que tipo de (no)lugar sería ése?
O las ruinas, sobre todo si son de urbanizaciones inacabadas,
proyectos de (no)habitabilidad que han quedado antes de tiempo
desvencijados, a la intemperie, como una venganza preventiva de su
estandarización vital. Del no lugar antológico e insuperable que
representa el Congreso de los Diputados, con su no-presidente, sus
no-ministros y sus no-diputados, mejor hablamos otro día.
(disección 'extendida' de la más reducida que publica hoy El Mundo-El Día de Baleares)
(disección 'extendida' de la más reducida que publica hoy El Mundo-El Día de Baleares)
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