(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares. Imagen: RTVE)
Llegan las fiestas de Navidad, y
en mis alrededores no dejan de poner huevos. Digo, de parir bebés.
Como los niños me gustan todavía menos que los gatos, que ya es
decir, cuando alguien cercano me comunica, exultante de enigmática
alegría, que va a ser padre/madre, lo primero que me viene a la
cabeza es un misericordioso “te acompaño en el sentimiento”.
Pero salvo casos puntuales de necesaria crueldad, no suelo expresar
esta idea en voz alta. Más que nada porque no veo demasiado
conveniente ofender a la poca gente que todavía me dirige la
palabra.
Tengo una tía medio bruja que en
cada cena de Navidad se monta un rollo parapsicológico con unas
velas y unas tiras de tela. Soy el único de los Miralles que jamás
ha querido recoger un trozo de estas tiras para acarrearlas todo el
año en la cartera. Se supone que dan buena suerte. A mi familia
materna no le ha ido nada mal estos años, la verdad. El caso es que
este 2016 me apetecía quedármelas, porque ya no sé qué pensar
sobre el maleficio que me circunda. Pero, ahora que me decido a
estrenarme, este año no había... Habrá que seguir espectralmente
envuelto en claves kafkianas: “Todo lo que toco se derrumba”.
Tampoco he jugado nunca a la
lotería ni derivados. Tras una infancia en la que me chiflaba y una
adolescencia y primera juventud en que me repugnaba, creo que ya
estoy sintéticamente en paz con la Navidad. Sólo detesto el
insufrible pifostio de la Nochevieja, y me sigue llamando la atención
el ritual lotero. Julio Camba decía que nuestra pasión generalizada
por los sorteos tiene mucho que ver con el catolicismo que de alguna
manera nos sigue explicando. Al contrario que los protestantes, no
entendemos nuestro futuro como algo que exija trabajarse día a día,
sino como el épico fiestorro que nos pegaremos el día que el azar
selle el boleto que ya llevamos bajo el brazo al nacer. Nuestro dios
es la gracia (pecuniaria, no teológica) que sopla donde quiere y
cuya retribución es más casual que meritoria.
Lo cierto es que no puedo sacar
pecho sermoneador precisamente, ya que muy aplicado a la ética
protestante del trabajo nunca he sido. Pero como tampoco me empacho
de creencias, no concibo el don sagrado del numerito redentor.
Seguramente la esperanza enturbie el cálculo, y si nos ponemos a
sumar lo que cada uno se ha jugado en loterías y sorteos tal vez
podría haber para pagar toda la deuda pública española. Al menos
seguimos siendo el puto amo en consumo de cocaína y videojuegos. Que
nos quiten lo bailao.
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